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P az,
esperanza
y amor
sobre
todos los
seres.
Con
profunda
emoción
acudo a
vuestra
evocación
de esta
tarde,
hermanos
de la
Fraternidad
Cristiana,
hermanos
de hace
veinte
siglos.
Os habla
el hermano
Juan,
llamado el
Evangelista,
el apóstol
a quien
las gentes
llamaron
el más
amado de
Jesús,
quizá por
ser el más
pequeño e
insignificante
de todos.
La lectura
del
manuscrito
que
acabáis de
hojear y
escuchar
me hace
recordar
aquellos
tiempos
lejanos en
que yo
mismo lo
escribí.

Que
misterio
grandioso
y eterno
encierra
la Luz
Divina,
ese
archivo
majestuoso,
eterno e
imborrable
de la luz,
que va
captando
de
misteriosa
manera los
pensamientos,
todos los
hechos,
todas las
palabras
habladas
en los
siglos y
al correr
de las
edades.
Veinte
siglos han
pasado
sobre
aquella
hora en
que Juan
el apóstol
escribiera
este
manojo de
pergaminos
que
vosotros
acabáis de
escuchar.
Pero os
haré la
breve
historia
de
aquellos
días
lejanos.
La muerte
del Señor
me había
sumido en
un
pesimismo
absoluto,
deseaba
morir y, a
no ser por
el amor de
los que me
rodeaban,
sobre todo
por la
augusta
madre del
Maestro,
come
hubiera
quitado la
vida,
arrojándome
al mar de
Tiberíades
para
acabar con
una vida
enloquecida,
inútil,
según yo
creía, en
que había
defraudado
por
completo
las
esperanzas
del divino
Maestro.

Así
pasaron
diez años,
hasta que
un día Él,
condolido
sin duda
de mi
miseria y
mi
debilidad,
de mis
angustias
supremas,
hizo
desfilar
como una
cinta
cinematográfica
que
llamáis
ahora una
visión que
conmovió
hasta las
más hondas
fibras de
mi
espíritu.
Vi de pie
sobre el
mundo
Tierra,
sobre un
mar azul,
un
magnífico
señor que
repartía
bolsillos
llenos de
oro, a
determinados
seres que
pasaban
junto a él
y les
decía: “Id
y trabajad
con este
oro que os
doy, que
yo a su
tiempo
volveré a
recoger
los frutos
que habéis
conquistado”.
Los años
pasaron y
de nuevo
vi otra
vez
renovada
la visión
del
magnífico
señor de
pie sobre
el mundo,
rodando
sobre un
abismo de
azulados
reflejos,
y otra vez
aquellos
mismos que
habían
recibido
los
bolsillos
de oro
desfilaban
a sus
pies.

El uno
traía diez
almas que
le
seguían,
el otro
traía
veinte,
otros
treinta o
cuarenta y
algunos
más
todavía y
le decían:
“he aquí,
Señor, lo
que hemos
conquistado
con el
tesoro que
pusiste en
nuestras
manos”.
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Después de
ellos
llegaron
unos pocos
que traían
el
bolsillo
de nuevo y
lo
entregaban
a su dueño
y le
decían:
“Señor, el
mundo no
quiere
servirte,
el mundo
no quiere
hacer nada
por ti. No
hemos
tenido
oportunidad
de hacer,
de
utilizar
tu tesoro;
aquí lo
tienes tal
como nos
lo
entregaste”.
En ese
instante,
yo vi –en
visión, se
entiende-
que
aquellos
bolsillos
se
vaciaban a
los pies
del Señor,
y no eran
monedas de
oro sino
abrojos y
guijarros
cortantes
que
lastimaban
y herían.
Él les
dijo:
“Apartaos
de mi
presencia
obreros
inútiles
porque no
habéis
sido
capaces de
producir
el tesoro
que os di
confiado
en que
trabajaríais
con él y
conquistaríais
grandes
cosas”.
Yo
comprendí
que
aquella
visión era
una
reprimenda,
formidable
para mí.

En diez
años que
habían
pasado no
había
hecho sino
cavilar en
mi
incapacidad,
en mi
inutilidad
para todo
trabajo
por la
gloria del
Maestro y
la
difusión
de su
doctrina.
Humillado
en extremo
porque
todos mis
compañeros
de
apostolado
habían
partido a
lejanas
regiones y
trabajando
fervorosamente,
sólo yo
dormía en
la
inacción
más
absoluta.
El dolor
me había
obstaculizado
hasta la
luz de la
mente,
según a mí
me
parecía. O
quizá la
Ley Divina
quiso
castigar
sin duda
mi
vanidad.
Habiéndome
sentido
demasiado
amado del
Maestro no
pensé en
lo que
sería la
vida sin
Él, no me
preparé
para la
hora de la
amargura
cuando no
tuviera a
mi lado
aquel faro
resplandeciente
que había
alumbrado
mi senda,
y entonces
humillado
al
extremo,
le prometí
que desde
ese
instante
trabajaría
incansablemente
para
salvar
almas, su
herencia
eterna,
como
trabajaban
mis demás
compañeros.

Esta
lectura
que habéis
escuchado
fue el
primer
trabajo
que
realicé
después de
despertar
de aquel
terrible
pesimismo
que me
tuvo
encadenado
durante
diez años.
Esta
lección,
la Ley
Divina me
permite
dárosla a
vosotros,
hermanos
de
Fraternidad
Cristiana,
hermanos
también de
apostolado
para
salvar las
almas
mediante
la
meditación,
mediante
la
oración,
mediante
el
ejemplo,
mediante
las
fuerzas de
que
dispone el
alma
humana,
cuando se
pone
voluntariamente
al
servicio
del grande
ideal.
Muchos de
vosotros
acaso
pensaréis
como Juan
el
evangelista,
el más
pequeño de
los
apóstoles
del
Cristo.
Acaso
pensaréis
que no
sois
capaces de
realizar
obras
grandes
por la
obra de
Dios y la
salvación
de las
almas, y
yo os digo
que ningún
alma es
inútil
cuando
quiere
prestar el
servicio
de
cooperador
o salvador
en la
redención
humana de
este
mundo.

Vosotros
que estáis
afiliados
a
Fraternidad
Cristiana,
que habéis
leído
Arpas
Eternas,
habéis
bebido
hasta la
saciedad
del amor
del
Cristo,
que
derramó
como una
ola de
miel sobre
toda la
humanidad,
y atrajo a
todos
hacia el
amor. Creo
que habéis
tenido
suficientes
lecciones
para
comprender
que por
amor será
salvo el
hombre y
que la
atracción
del amor
que
irradia el
Cristo en
cada uno
de
vosotros
–a quienes
considera
apóstoles
suyos- es
muy capaz
de
transformar
esta gran
porción de
humanidad
que está
destinada
a nuestra
Fraternidad
Cristiana.
La lección
de vuestro
hermano
Juan,
muerto
espiritualmente
durante
diez años,
debe
servir
para
aquellos
que
inconscientes
de los
valores
del
espíritu
humano se
creen
incapaces
de hacer
obras
grandes en
beneficio
de la
humanidad.
No se
necesita,
ni nadie
os pide
que
fundéis
hospitales,
que
levantéis
templos,
que hagáis
grandes
monumentos
o
edificaciones
grandiosas
para
recoger a
todos los
abandonados,
enfermos y
leprosos
del mundo.
No se os
pide
sacrificios
de este
orden,
porque
bien
sabemos y
sabe mejor
la Ley
Divina
que, en
nuestra
Fraternidad
Cristiana,
no hay
grandes
fortunas
que se
requieren
para obras
de esa
naturaleza.

No hay más
que amor
en los
corazones.
Es verdad
que “el
amor salva
todos los
abismos”,
como
decían las
antiguas
escuelas
de
filosofía
divina,
los Kobdas
de la
prehistoria
y lo
repitieron
los
esenios
del tiempo
de Cristo.
Pues bien,
con el
tesoro
inefable
del amor
que el
Cristo ha
irradiado
y sembrado
en todos
vuestros
corazones,
cada uno
podrá
prometer
al Divino
Maestro
salvar
almas que
os han
sido dadas
como
familiares
o amigos.
Cada alma
trae a la
vida
material
una
porción de
almas para
salvar,
que le
están
encomendadas.
Si son
padres de
familia
podrán
pensar que
en esa
porción de
humanidad
están sus
hijos, sus
servidumbres.
Cualquier
condición
humana,
cualquier
condición
social en
la vida
puede
tener
alrededor
una
porción
más o
menos
grande de
seres para
salvar,
para
iluminarlos
con la
verdad
divina.

Esto no
significa
que los
miembros
de
Fraternidad
Cristiana
hayan de
salir a
predicar
por las
plazas o
teatros y
a dar
conferencias
y
discursos
polémicos.
Nuestra
Fraternidad
Cristiana
trae como
programa
la vida
silenciosa
y retirada
para
trabajar
mediante
la
oración,
con el
pensamiento,
que es la
gran
fuerza que
Dios ha
puesto en
el alma
humana,
fuerza
destinada
para los
servidores
de Dios, y
en cambio
muy usada
por los
que lucran
con esa
fuerza
magnífica
del
pensamiento
para
dominar a
las
multitudes
en
provecho
propio.

Tristes de
aquellos.
En vez de
ser
servidores
de Dios
los que
usan de
ese don
divino del
pensamiento
para
llevar a
las almas
ala luz, a
la paz, a
la verdad
y al amor.
Son los
inconscientes,
los
espíritus
tenebrosos
quienes
usan de
esas
fuerzas
para
arrastrar
almas
sobre los
caminos
del mal.
Tal es la
misión de
Fraternidad
Cristiana.
Con la
fuerza
poderosa
del
pensamiento,
mover las
almas y
despertarlas
hacia el
Cristo y
hacia su
divina
enseñanza.
Tal es el
trabajo
que
realiza en
toda la
humanidad
de raíz
cristiana
Arpas
Eternas,
corriendo
silenciosamente
de unos a
otros.
Porque sin
propaganda
de ninguna
especie,
nuestro
libro se
ha
extendido
llevando
la imagen
del Cristo
magníficamente
grabada
para que
toda la
humanidad
le conozca
por fin,
tal cual
vivió su
vida.
Hasta
ahora se
conocía un
Cristo
diferente
de la
realidad.
Vosotros
mismos lo
comprobáis.

Cuántas
veces
escuchamos
desde el
mundo
espiritual,
en
nuestras
andanzas
por los
hogares
cristianos...cuántas
veces
escuchamos
decir, a
algunos
con el
corazón y
a otros
con la
palabra:
éste es el
Cristo que
deseábamos
conocer
por fin.
Ya le
tenéis,
porque el
amor de
los
hermanos
desencarnados
–amigos
vuestros-
ha
conseguido
vaciar
sobre el
mundo esta
querida
imagen del
Cristo que
todos
hemos
amado y
llevamos
grabada a
fuego en
el
corazón.
Ya que le
tenéis,
escuchad
atentamente
la voz que
os dirá en
vuestras
meditaciones
solitarias,
como me
dijo a mí:
“Levántate
y anda que
ya es la
hora”. Ya
es la hora
de salvar
almas y
despertar
las
conciencias
dormidas
para
hacerlas
llegar al
Cristo de
la paz y
del amor
que
vosotros
no
conocíais.
Cuántas y
cuántas
almas
están
anhelando
conocer lo
que
vosotros
ya hace
tenéis
entre las
manos.
Cuántos
trabajos
hermosos
no podéis
realizar
con
vuestro
pensamiento
desde
vuestras
alcobas
solitarias,
cuando a
los pies
del Divino
Maestro
escucháis
su palabra
e
irradiáis
vuestro
pensamiento
por todas
las almas
que le
están
buscando y
no le
encuentran.

Acordaos
de las
palabras
de vuestro
hermano
Juan y
cuando
meditéis
en estas
siete
virtudes
(Cumbres y
Llanuras)
de la vida
perfecta,
pensad en
los diez
años de
tiempo que
perdí
aplastado
por el
pesimismo
y no os
dejéis
vencer por
ello.
Que la paz
del Divino
Maestro
sea con
vosotros.
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